sábado, 11 de mayo de 2013

Demostración de algo que todos creemos llevar dentro

El sabor del orgullo es un lenguetazo de plomo ante el mantenimiento de unos ideales perfectos e inequívocos. Eso es obvio, todos lo sabemos y lo decimos. No nos retractamos de nuestras palabras y más cuando ya hemos pasado por una "madurez" y creemos tener un pensamiento claro sobre las cosas. No damos nuestro brazo a torcer y al final surgen las contracturas.

Está en nosotros, una esencia inseparable, el rencor. No cambiamos nuestro parecer debido a que nuestro sistema nervioso se desconecta cuando oímos, no escuchamos, una opinión contraria a la nuestra, por ser un peligro para nuestra supervivencia. El recuerdo nefasto de una persona hace que irremediablemente sucumbamos a las raíces del odio y el rencor. Deseamos profundamente aniquilar la razón de nuestra angustia. La palabra perdón se reserva para los santos. Un perdón que no sabemos decir con la boca completamente abierta. Hay algunos odios irracionales, por pequeños detalles de las personas que nos asquean, nos amargan y agobian: Gestos, tono de voz, aspecto físico, actitud...

Y nos da vergüenza no saber cuál es el germen de la ira, y divagar en el rechazo y la distancia. Es mucho más fácil la injuria y el desprecio... El proceso mental es una ardua tarea que se resuelve fácilmente con una crítica destructiva sin pararse a pensar. Somos unos críos, aún. Soy un crío todavía. Decir ser odiado, es motivo de odio. Pero no me puedo adelantar a algo inevitable. Es todo una maldita pérdida de tiempo a la que todos estamos abocados.

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