Sócrates pasó como una sombra dubitativa sobre sus
discípulos dejando, eso sí, las nociones necesarias para que ellos llevaran a
cabo la tarea de la perdurabilidad de su mente a través de los tiempos. La
única manera de poder llevar a cabo el arduo proceso de purificación del alma,
de encontrarse así mismo y a la verdad, de filosofar… es por medio del diálogo,
de la conversación en la que los engañosos aduladores de la retórica se revelan
a la luz del Sol como unos ignorantes y los realmente pulcros de alma se
ensalzan como los seres más perfectos.
En mi primera lectura del prólogo de “El tema de nuestro
tiempo”, de Ortega, di cuenta de la verdad de sus palabras y la negativa de un
parlante para plasmar lo que quiere decir con un decir, pues ningún
decir dice lo que realmente quiere decir por las limitaciones de la misma
lengua y la capacidad receptiva de los lectores. Nuestro diccionario
particular, el hábito de haber tenido la conveniente sensación de que determinadas
palabras quedan perfectamente integradas en un contexto a expensas del error
que pudieran emitir los oyentes del mensaje, es un instrumento útilmente
imperfecto que encarcela nuestro potencial. La memoria pronto elude el porqué
del texto y hace perder su contenido entre la palabrería.
Noto que cada vez aproximo mi lenguaje a la esencia de mi
pensamiento. La pega, que tengo que ponerlo por escrito.
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