Hace ya años sorprendí -o acaso fui yo el más sobresaltado- en un vagón de metro a mi profesora de filosofía con la capucha de una estilográfica entre dientes y anotando su libreta con emanaciones seguramente extraídas del libro sostenido entre sus muslos de gorrión. De tal encuentro surgió una recomendación que solo ahora entiendo cómo puede dar soporte a lo que ya pensaba: una lectura desenfada y poéticamente convulsa de Rizoma -escrito por Gilles Deleuze y Félix Guattari-.
Rizoma es poesía como multiplicidad inigualable, punto medio del crecimiento de la hierba visionada a este lado del Atlántico y tangencia de toda función lingüística sin mesetas. El árbol de la vida tiene salvoconductos -víricos, fundamentalmente, de rama a rama y a rama,- que dificultan la asignación filogenética de las categorías o especímenes. Que todo solape por la imagen de pensamiento y el nivel de sensación que desbordan las palabras es suficiente para que nosotros, insectos redondos, devoremos con definición las raíces de este tronco hueco y adorado que aparentemente nos cobija; si nos urge la verdad. ¿Cómo uno elige descarriar hacia lo uno y lo otro si todas las veces tenía los pies entre las vías de una comunicación abandonada?
Rizoma es aplicar presión a un punto y saber cómo se transfigura en tenues líneas siempre conectadas con el resto de dimensiones, alcanzar el centro de las cosas por su sombra o pestilencia y predecir lo que deja la realidad por conocer. No arranquemos el cuajo del arbusto del Bien y el Mal como niños de Nietzsche, como Rimbaucitos recién salidos del infierno, como Humanos que saben la verdad sobre las nubes; pensemos simplemente que es posible y que al final, nos habremos sentido en alguna opinión sobre este mundo sin realeza.
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