
Sin
embargo, tengo muy claro mi rareza por entender la belleza lírica en tanto que
provoque no una marejada de preguntas reflexivas y calmadas que jueguen con sus
propias palabras a recordar la huella que han dejado las anteriores, sino una
imaginaria erupción efusiva de piroclastos incendiarios que despierte los
engranajes oxidados de mi inteligencia infundiendo originalidad.
Leo el
poemario percibiendo la solemnidad de su vida, de su historia y de su tiempo.
El amor y la espera, los elementos cotidianos numerados incontables veces, los
recordatorios humorísticamente novelescos que se cuelan al final de cada poema
como remembranza del origen, una sorpresa que acaba cansando hacia los últimos
poemas. Algunas metáforas y alientos realmente llamativos y remarcables y que
me dejan con el sabor de una poesía que puedo remontar. La innecesaria
seguridad que propone un vocabulario cotidiano y nada alejado del mundo, a
veces como reclamo a un público novato, a veces como medio para el acercamiento
a la realidad inmediata que no cambia nada. Una obra que por supuesto recomiendo a quien busca una poesía filosófica, sosegada y nada turbulenta que llega al hondo del espíritu, correctísima en la forma, pero que acaba aburriendo a los neosurrealistas como yo.
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