viernes, 20 de septiembre de 2013

¡No me hables que me das asco!

Resolvemos convulsiones de la más amarga forma posible para la persona ajena completamente a nuestra vida repudiando su extensa dignidad, por desprecio sistemáticamente biológico a quien no nos confiere una ventaja a nuestra supervivencia, por el espíritu de la contradicción, por el requisito emancipador del miedo a lo desconocido y a las catastróficas repercusiones sobre nuestro estado de bienestar momentáneo. No nos acercamos a las babas de un caracol que se arrastra hacia nosotros y esconde los ojos cuando lo miramos.

La asquerosidad aneja a nuestro comportamiento no solidario e individualista, a veces se manifiesta de muy pintorescas maneras. El desprecio intrínseco al odio se agita entre los dedos de una mujer que no quiere hablar más porque la cota de producción de palabras ha sido cumplida con creces y el empresario burgués que la gobierna no requiere más sus servicios de ayuda psicológica. La negativa de un bálsamo para el mártir silencioso que se refugia en el plano de separación entre la sobra y el suelo. El instinto reprimido por la autoridad, por ser lo que creo que no deben ser los seres humanos, la aceptación del destino y su consecuente ejecución. Yo mismo cuando no soporto que alguien se enamore de mí, porque solo yo puedo decidir vivir completamente solo, hacerme el sáxeo, el diamante irrompible y ver como lo intenta mortíferamente.

He pedido siempre una oportunidad, pero la primera persona que no la otorga soy yo, lo que me convierte en un desacreditado seudónimo de intelectual que cínicamente lleva a sus oídos las palabras que deseo que otras personas hagan suyas, tal vez, para que te hagan cambiar.

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