Tras el infortunio de mi carné de la biblioteca María Moliner, el primer
libro que pedí prestado fue un premio Gil de Biedma, "Las voces
encendidas" de Carlos Aganzo, que me llamó la atención solo porque parecía
tener menos de cincuenta páginas. En la espera y el transcurso de la ruta del
22, leí tal documento sin disfrutar un ápice de la poesía, seguramente, porque
aún no había escrito como ahora escribo y la sensación de adolescente
superioridad endurecía las cavidades de un dañado aneurisma cerebral. Hace dos
semana volví a pedir el libro, la fecha de entrega anterior a la mía, seguía siendo
pacientemente mía.
Voces encendidas es un sucinto poemario urbano, lento y, en mi opinión,
demasiado precipitado para su real objetivo no relamido de buscar la apertura
craneal tras la puerta, llave que circunda, del espíritu y la consciencia.
Pocas metáforas tratan de aturdir mi criterio jovial de belleza sorprendente, y
demasiadas son enteramente comunes. Un sentimiento de culpa, que invidente no
intuyo, sobrevuela los pálpitos de quienes se sienten responsables por el
legado escupido a la próxima generación. Un último sollozo a la música jazz y
todo parece indicar que el trabajo de ciertos escritores ya consagrados es, en
situaciones de penuria económica, atracar premios de poesía ya trucados, que se
retroalimentan la fama y solo miran el currículum del aspirante. Pero como ya
digo, el ignorante soy yo, y seguramente me acabe retractando de mis palabras. Después
de una segunda lectura, un poco menos insípida que la anterior, sigo
preguntándome qué ha querido decir el autor con este libro. Tal vez necesito
que pase un tiempo y que la barrica haga su trabajo de fermentación para comprobar
si el vino se ajusta a las exigencias de mi turbio paladar.
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