La primera vez que leí la palabra
inducción, a la mente se me voltearon todos los semas magnéticos en un panorama
de líneas de flujo sobre una superficie cuadriculada. Un pequeño margen de mi
libro de Física de primero de bachillerato trataba de aclarar los términos
inducción y deducción.
La
inducción es un mecanismo tan naturalmente insertado en nuestra vida diaria que
pocas veces nos hemos parado a pensar en si realmente sus pilares fundacionales
son verdaderamente válidos, al margen de su correspondiente utilidad. Cuando
vemos el cielo nuboso esperamos la lluvia que hemos visto caer todos los días
igualmente encapotados, es decir, nuestra sesera, a través del hábito y la
observación de fenómenos, ha relacionado necesariamente dos acontecimientos contiguos
en el espacio y en el tiempo como causa y efecto, creando generalmente la ley
superior de conexión bruma celeste con cascadas de agua.
Las
predicciones, como buena anticipación, nos preparan para recibir de la
mejor manera posible los envites de un futuro destino sepultado en un enigmático
féretro del que desconocemos su contenido. Pero nunca podremos estar
tajantemente seguros de lo que va a pasar, pues la inducción se realiza a
través de numerosos casos particulares del pasado que no guardan conducción con
el devenir de las cosas. Tocamos el fuego, nos quemamos, ¿si lo volvemos a
palpar, quemará de la misma forma? ¿nos helará la yema de los dedos? Hume, en
su crítica al principio de causalidad derrumbó los pilares de una filosofía
científica aún demasiado débiles, proclamó el posible escepticismo del mundo,
pero no minó el ánimo de los físicos a los que alentó a seguir descubriendo
leyes que hicieran nuestra existencia un poco más fácil.
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