viernes, 29 de noviembre de 2013

La última carta

Ocho menos diez... Ahí es cuando mi vaguear empieza a desperezarse entre refunfuños, las piernas recobran lentamente el impulso para emborrachar con un colutorio azul mis encías y me da por acicalarme con ungüentos varios. Siempre la misma colonia, en el mismo sitio; sobre un cuaderno de bolsillo cara dura negro descuajeringado en la intersección de todas las hojas; la confidente tela de araña donde volqué despreocupadamente mi torrente de pensamientos e ilusiones amorosas durante el verano.

Ya cogido el cercanías volví a releer las páginas que una vez escribí con la conciencia tranquila por la imborrable literatura del pasado grabada a puño y desenvoltura caligráfica a través de esa itálica manía de adelantarme al punto final. Trato de avisarme a mí mismo sobre qué hacer cuando dejara de pensar en el rumor de las tibias caricias que oculta un juego de sábanas nuevo, cuando dejara de amar tal vez. Me impongo que siga, a pesar de todo, creyendo que tal vez solo ha habido una pregunta a la que nunca me contestará con una oportunidad.

Una desconocida alusión a la gloria de calentar la mejilla en un vientre femenino se convierte en un motivo de autoengaño y mentira, por ser aún demasiado inmaduro. Solo apremiando el egocentrismo puedo salvar la dificultad de amar a alguien que no me puede amar en este camino... Al menos, eso es lo que dije allá por septiembre, cuando escribí mi última carta.

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