Evidentemente toda aquella
edificación confeccionada por la mente humana se digna como tal por ser
concebida, construida y contemplada por nosotros, especies congéneres, quienes
sabemos reaccionar proporcionalmente al impacto estético de la misma en la
medida de nuestro criterio.
Ese conjunto de modificaciones genotípicas que permitieron un incremento del desarrollo cerebral de los homínidos solo pudieron patentarse como maravillosas estructuras de generación porque fueron acompañadas de unos anteriores y ulteriores cambios morfológicos en las extremidades, entre otros, que fomentaron el desarrollo de la actividad técnica retroalimentando la misma inteligencia.
Los delfines, así como otras especies que han demostrado posesión de una cierta
actividad intelectual, jamás llegarán al grado de las complejas manufacturas
humanas por las limitaciones físicas a las que se atienen por su condición
acuática de mamífero cetáceo de aletas resbaladizas. Sin embargo, ¿quiénes
somos para juzgar la belleza de los nidos de los jardineros satinados,
esos pajarillos que levantan majestuosos enramados de colores para atraer a sus
pretendientes? Un juez legítimo, aquel que observa lo que puede entender sin
caer en la tentación pusilánime de ignorar lo presente fuera de su alcance
cognoscible por no querer afrontar un esfuerzo razonable de comprensión.
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