Esta vez, el joven caballero no
tenía necesidad de acudir a la botica a por remedios varios para aliviar su
maltrecho abdomen, el motivo era otro; por eso se limitó a ojear desde dentro
del local, embozado en su sombrero de copa y bastón de ébano, la calle a través
de los vidrios mugrientos de la farmacia.
Una
vuelta al reloj de bolsillo, un baile flotante por los alrededores de invierno
ante la indiferente mirada de los ciudadanos, todos para él ahora desconocidos;
vive deteniendo el tiempo, obseso con la sensación drogadicta de amar a quien
roza el ojal de su chaqueta con cada beso vertido en otra boca que no es la
suya. No hay marcha fúnebre tan angosta en el piano del sueño que pueda
musicalizar el horror de su vientre, que asciende poco a poco hasta culminar en
la saliva y el gaznate ronco.
Desde
aquí se ve la entrada de su casa aderezada con macetas de fresa y azucena. Vuelve
a toser, esputa rojo en su pañuelo y mira su reloj. "Faltan 30
segundos..." se dice. La calle cenicienta reserva sus mejores pisadas para
los botines almibarados de la premonición de un lucero tallado a raíz del
corazón de la porcelana.
Aparece,
el imbécil se gira disimuladamente, tirita, doma el volumen de dolor que brota
de los vasos sangrientos, rompe a llorar, se vuelve... Ya no está, se ha
esfumado; es lo que tiene ser un fantasma, solo se desvanece uno cuando lo
olvidan.
Tranquilos,
ella volverá a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario