La ciencia debe componerse de
teorías y leyes universales susceptibles de ser falsables mediante un enunciado
observacional lógicamente válido. La hipótesis mana de la necesidad de respuesta ante un problema
en el universo que no es satisfactoriamente explicado. De ahí, el buen
ingeniero de ideas desarrolla tales experimentos que puedan potencialmente descartar esa
teoría que, si presume de imbatibilidad, deberá mantenerse en pie ante los envites
de la refutación, pues lo peligroso de la universalidad es que por leve que sea
la mota de polvo que anule la proposición más firmemente arraigada, el mismo universo desmorona.
Así nace
una auténtica y rebanada marea de afilados ensayos y errores destinados a
acabar con las malas yerbas que brotan del jardín del conocimiento por muy
prometedoras y fecundas que parecieran. Solo la teoría que mejor sobrevenga los
asaltos científicos, de quienes se pretenden proclamar como el único principio
de autoridad válido, adquirirá una categoría más elevada, no porque se
trate de la teoría más verdadera, que en estos entornos la verdad se difunde
demasiado deprisa por los torrentes estériles de una cuadrícula de bata blanca
que no ve más allá de los principios estrictos de la inducción ingenua que solo
mantienen, cree él, su existencia biológica de supervivencia fútil; sino porque
será la que mejores respuestas otorgue.
Aparece
un valor cuantitativo en la ciencia. Cuanto más falsable sea una teoría mejor
será dicha teoría. No hablamos de alcanzar la esencia de la realidad sino de conformarnos, a
nuestro debido tiempo, con el reclamo de una idea que por el momento se
mantiene en pie, pudiendo ser la definitiva o no. Solo tenemos que tomar como ejemplo la transición física entre
las ideas de Aristóteles, Newton y Einstein para darnos cuenta de lo que nos
deparará el futuro, un futuro análogo del que quiero ser partícipe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario