Terminando mi etapa secundaria en la educación española,
sacudí a mi profesor de Biología con una despotricada cuestión cascarrabias que
solo tiene aproximaciones: ¿qué es lo que hace viva a la célula si la química
elemental es la misma que la de las piedras, qué subyace bajo la característica
vital? No supo responderme tajantemente, él ni ninguna mente obcecada aún en la
idea vitalista del Medievo… Pero ahora que estoy en el ojo del huracán sí puedo
otorgarme a mí mismo la confianza del autoconocimiento ampliamente consensuado.
En filosofía de la ciencia los núcleos de las teorías son
los órganos más inamovibles y delicados,
es decir, si una teoría no dilucida explicación plena ante un fenómeno se prioriza
la revisión de las hipótesis que constituyen el cinturón de proposiciones
científicas que han manado del centro origen, pero que no son, ni mucho menos,
elementos inseparables de éste. Las leyes de la termodinámica constituyen el
núcleo de la termodinámica, valga la redundancia. Una ciencia que entre otras
cosas ofrece una explicación de los sistemas dinámicos y contrariamente
ordenados de la vida que no aumentan su entropía.
Las células crecen, viven, se reproducen modelando
estructuras cada vez más complejas a partir de los energéticos enlaces químicos
que portan moléculas como el ATP cuya
ruptura, altamente favorable, permite hacer posible el desencadenamiento de
reacciones no favorables como la organización superior. Eso sí, la energía solo
se transforma, y esa diferencia de energía se desliza hacia el exterior como
calor agitado, esta vez sí, aumentando el desorden de los alrededores de la célula.
La vida es un
desequilibrio químico que se mantiene ordenándose continuamente acoplando
reacciones favorables a otras que no lo son, aumentando la entropía de su
entorno, para finalmente alcanzar la serenidad del más profundo de los estados
de menor energía, la muerte.
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